Normalmente, la
sensación de sed nos conduce a ingerir líquidos que nos permitan recuperar el
equilibrio hídrico. En las personas mayores, el centro que regula el mecanismo
de la sed deja de ser tan efectivo por lo que es necesario recordarles
continuamente que tomen líquidos.
También hay
quienes, a fuerza de no atender el reflejo de la sed, someten a su cuerpo a un
estado de deshidratación permanente que puede provocar numerosos trastornos.
Cuando se bebe suficiente líquido se obtienen muchos beneficios para la salud:
la función de los riñones mejora, produciendo más cantidad de orina y más
clara. Los riñones limpian mejor la sangre de sustancias de desecho y las
eliminan con mayor facilidad.
Además, existe
menor riesgo de que se produzcan cálculos renales y las heces se eliminan con
menor esfuerzo, al estar menos secas.
Para comprobar si
tomamos líquidos en cantidad suficiente, basta con observar el aspecto de la
orina. Un color amarillo pálido indica hidratación adecuada, mientras que
orinar con mucha frecuencia, en pequeña cantidad y con un color amarillo dorado
o intenso y olor fuerte advierte de que no estamos cubriendo los requerimientos
de líquidos.
Uno de los modos
de compensar las pérdidas de agua es a través del agua contenida en los
alimentos o platos preparados. En las bebidas y en muchas verduras y frutas el
agua puede representar más del 90% del peso total. A lo largo del día, el agua
que aportan los alimentos oscila entre 700 y 1.000 mililitros, por lo que no
resulta suficiente para satisfacer las necesidades fisiológicas.
Una vez en el
tracto digestivo, los nutrientes de los alimentos (hidratos de carbono,
proteínas y grasas) se metabolizan, se aprovechan, y en este proceso también se
genera agua, unos 200–300 ml. Así, conseguimos un aporte de unos 1.100 ml; por
lo que debemos ingerir otros 1.500 ml de líquido extra para equilibrar las
pérdidas. Es decir, litro y media al día.
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